Por Laura Quintario
«Viajando con TEA» es una historia que os narro como una invitación a la reflexión acerca de la diversidad, comenzó hace mucho tiempo, cuando se fraguó una ilusión en la mente de un niño. Es la historia de un viaje atípico; de un deseo incontrolable.
Salomón, extremadamente obsesionado con todo tipo de transporte aeronáutico, lleva meses tramando hacer una excursión aérea. Un vuelo que seguramente ha recreado en su cabeza millones y millones de veces, a bordo de un ATR42, donde él es el piloto y su gato su segundo. Viaja directamente desde una isla remota del océano Atlántico hasta los Emiratos Árabes Unidos. Como equipaje lleva unas botas de agua, un A400M de juguete que le regaló su abuelo el verano pasado y algunas partituras de música.
Su misión no es el transporte de pasajeros, ni siquiera la inquietud de conocer mundo o ver otras culturas. Tampoco ir a descansar a un sitio paradisíaco con el lujo más imponente y estrafalario, ni visitar a la familia. Su única misión es volar. Notar cómo se eleva la máquina y se suspende en el aire, columpiarse entre las nubes al son de la música de los motores. Quiere coger los mandos y sentirse libre; volar más allá de su mundo interior para dejar de encontrarse solo y aislado. Ansía los aplausos del pasaje al tomar tierra y las miradas de reconocimiento al caminar con premura vestido de uniforme hacia la sala de preparación de vuelo por los pasillos de un aeropuerto gigantesco.
A diario, cada vez que mira al cielo y ve un avión visualiza ese sueño de volar; esa necesidad imperiosa que le obliga a gritar y patalear para recordar, no sólo a sí mismo sino también a sus acompañantes y a cuantos espectadores le rodeen. Todo esto es su mayor deseo en este mundo.
Así, siguiendo los consejos de terapeutas y profesionales que conocen y tratan a Salomón semanalmente, me decido a concederle el capricho. Quizás entonces pueda tacharlo de su “lista de cosas por hacer” y se cesen las rabietas aeronáuticas.
Comienzan los planes y preparativos. Lo primero es elegir destino. Por supuesto, no iremos a los Emiratos Árabes, sino a un sitio mucho más cercano, con más motivo aún si su idea es montar en un ATR42.
Elijo una isla próxima a la nuestra. Se podría ir y venir en el día, pero ya que hacemos el esfuerzo, aprovecharemos también el viaje para descubrir un sitio del que me han hablado maravillas. Es como un parque de atracciones con esencia rural, rodeado de naturaleza, con todas sus estructuras de madera, donde se puede disfrutar de un tranquilo picnic familiar mientras los niños corren sin peligro y amortizan el precio de las atracciones.
-Así podré desconectar de las rutinas y volver con las pilas cargadas-, pienso ingenuamente.
Ahora toca ponerle fecha. Ardua tarea para coordinar dos días libres entre su colegio y mis turnos de trabajo. Tendrá que ser pronto porque sus reacciones van exageradamente en aumento y me tiene bastante preocupada. Al final consigo cuadrar un fin de semana completo. Justo en esas fechas los billetes salen bastante caros, pero lo asumo con agrado ante la perspectiva de una mejora en su comportamiento.
Salomón es un niño neuroatípico. Entiende dos idiomas, pero apenas dice unas palabras en cada uno de ellos, y siempre sorprende con cortas frases realmente locuaces. Con frecuencia pienso que le aburrimos, que las conversaciones que se suceden de forma común a su alrededor no son lo suficientemente interesantes para él. Suele comunicarse con señas, gestos, sonrisas, enfados, abrazos y patadas. Cada ruido tiene un significado, cada mirada dice algo distinto, cada resoplido y mínima mueca transmite algo. Tan sólo hay que aprender el código que él usa y entonces, en ocasiones, puedes conectar y entenderle por un momento. Hay veces que es realmente complicada la comunicación y surge la frustración por ambas partes. Pero cuando adivinas lo que necesita expresar y notas su alegría por haberse hecho entender, merece la pena el esfuerzo.
Por suerte, él es muy ágil y pasa el día saltando y corriendo de un lado para otro, simulando que sus manos son los motores de uno de sus aviones favoritos. Lo peor es que con su boca hace pedorretas constantes para simular también su ruido… A menudo desearía que tuviera un botón para bajarle el volumen.
Llega el momento. Mañana empiezan las cortas vacaciones que prometen ser reparadoras. Pero no puede ser una sorpresa. Es mejor avisarle de lo que va a pasar. Todo lo que sean cambios de rutina le descolocan de tal manera que podría desembocar en un enfado imposible de calmar, y nadie quiere empezar así una bonita aventura. Le dibujo en un papel pequeñas viñetas que, “grosso modo”, le explican lo que va a acontecer. Naturalmente que habrá situaciones inesperadas que le pondrán tenso. Hay que contar con ello y llevar siempre un plan B.
Está rebosante de alegría. Por fin va a cumplir su sueño. Ahora, tan excitado, le cuesta dormir. Mañana nos levantaremos temprano, pero eso por supuesto no le calma. Salta alrededor de las maletas sacando lo que yo acabo de meter, para reorganizarlas e incluir lo que él considera imprescindible: sus botas de agua y esas viejas partituras que le regaló un amigo músico.
En mi mochila de “los básicos” siempre llevo: dos mudas de ropa completas, una libreta para dibujar, pajitas para beber su batido del desayuno, su cuchara especial de gin tonic sin la cual no es capaz de comer, una esfera del planeta Tierra de peluche, unos cascos anti-ruido y, claro está, la botella de emergencia (para hacer pis en ella rápidamente cuando no llegamos a tiempo a un sitio mejor). Me resulta divertido pensar en cómo han cambiado mis prioridades, pues antes de tener a Salomón, en mi bolso no podía faltar un pintalabios, un cepillo de dientes y la crema de manos.
Por fin se ha dormido. Le saco una foto porque casi me da un ataque de risa al verle, abrazado a su gato, dentro de una de las maletas, con todo lo que había en ella esparcido alrededor.
Le acuesto ya vestido con la ropa que llevará mañana en el viaje. Así la salida será más fácil.
Suena el despertador. Son las seis de la mañana. Una hora antes de su hora habitual de despertar. Y así, aún dormido y con una ligera sonrisa dibujada en la boca que me enternece el alma, le meto en el taxi camino al aeropuerto. Parece que tiene dulces sueños.
Al salir del taxi, Salomón ya está despierto. No puedo arriesgarme a dejarle caminar porque cualquier estímulo inesperado o simplemente la aglomeración de gente le abruma y le causa una crisis de estrés incontrolable. Mejor le porteo a la espalda. Ya pesa diecisiete kilos, pero no me importa. Pegado a mí parece más relajado y seguro. Yo también voy más tranquila así. Ya he sufrido alguna que otra vez la angustia de perderle de vista. Por suerte, cuando me ha sucedido nunca estuvimos separados más de un par de minutos, pero puedo asegurar que fueron los peores de mi vida.
Toca facturar y tengo que bajarle de la mochila entre exigentes gritos que piden llevar la maleta. Por algo tan fácil de conceder no merece la pena que siga protestando de esa forma. Se la doy. Claro que no me podía imaginar que los gritos continuarían al entregar la maleta al chico de facturación. ¡Lo que realmente quiere es no desprenderse de ella! Con todo mi cariño me agacho para explicarle el proceso de transporte de equipaje tranquilamente mientras la fila espera y se impacienta. Ahora decide volver a subir a la espalda… confía en mí, pero le noto claramente disgustado.
En la fila para pasar el control de seguridad del aeropuerto se queda petrificado y se lleva las manos a los oídos, apretándoselos fuertemente. He llegado a la conclusión de que lo que le molesta no es el ruido ambiente ni el bullicio del trajín del aeropuerto, sino la posibilidad de que en cualquier momento se active la alarma por haber detectado objetos peligrosos o prohibidos. Eso le aterroriza. En seguida le coloco los cascos para mitigar cualquier posible y repentino estruendo y podemos continuar el viaje tranquilamente.
Según termino de reagrupar nuestras pertenencias, echa a correr hacia el ventanal desde donde se ve la pista y empieza a vociferar emocionado los modelos de aviones que ve: ATR42, A320, Embraer 120, Boeing 787, CN235. Se los sabe todos. Luego me tira de la mochila para que le deje su libreta de dibujo y empieza a garabatear con todo lujo de detalles, remarcando de forma muy precisa las diferencias entre los distintos modelos. Quizás el día de mañana sea un gran pintor o un ingeniero de renombre. La espera se me hace corta viéndole actuar con un simple bolígrafo, plasmando en esas hojas su visión del mundo.
Pero ha sido llegar a la fila de embarque y ponerse a llorar desesperadamente. Siento las miradas de mucha gente acechándonos con cara de “por favor, controla a tu hijo” o “por favor que no me toque ese niño cerca de mi asiento”.
–¿Pero qué le ocurre ahora?– pienso sobresaltada.
–¡CRJ200 noooooo!– grita. –¡ATR42!–
¡Ay, por favor!, ¡no volamos en el avión que él esperaba! Me costará media hora explicárselo y hacerle la firme promesa de que próximamente haremos otro viaje en un ATR42. Poco a poco se tranquiliza entre cosquillas, giros y lanzamientos al aire. Mi espalda se resiente.
Subimos al avión, busco nuestro asiento y nos acomodamos entre los gruñidos y contorsiones de disconformidad de Salomón. Deduzco por sus señas que prefiere la tercera fila. El enfado asciende a exigencia, pero nuestros asientos van numerados y nos ha tocado en la fila ocho. La azafata pregunta si puede ayudar y tras una breve explicación reacciona sin vacilar para buscar solución. ¡Ya está! Nos cambiamos de asiento con los pasajeros de la fila tres. ¡Gracias! Y ahora ¿qué? ¿Por qué sigue intranquilo?
–Pis-, dice el niño mientras sigue entrando el pasaje.
–¡Tierra trágame! Tranquila. Sabías que iba a pasar y vienes preparada-, me digo a mí misma. Por eso no se me olvida nunca la botella de emergencia. Aún no he conseguido que entre en un baño público. De todas formas, le ofrezco ir al del avión. Se lo describo emocionante, pero me contesta con un bufido. Así que, allí mismo, en el mínimo espacio que queda entre los asientos, y con muchísimo cuidado, allí hace pis mi angelito.
Despegamos y tendríais que haberle visto la cara de felicidad. Jamás me habría imaginado a nadie disfrutar tanto de algo. Repetiría toda esta extravagante experiencia mil veces por tan sólo volver a contemplar esa cara de placer surcando los cielos.
Ahora que nos dura poco la alegría, pues en cuanto se entera de que no aterrizamos en EAU le da un ataque de ansiedad. Sólo se calma con su peluche de la bola del mundo, mirando los distintos países y escuchando atentamente sus nombres y capitales mientras yo se los recito. Seguramente se imagina viajando de uno a otro sin parar.
Del aeropuerto directamente al destino de recreo, sin pasar por el hotel, para aprovechar bien el tiempo. El sitio cumple todas mis expectativas. Pero justo en el momento más tranquilo del día, cuando me dispongo a tomar un bocadillo y una cerveza sentada a la sombra de un enorme roble, pierdo de vista a Salomón.
–¿Cómo puede haber pasado, si le estoy mirando todo el tiempo?–
–Habrá vuelto a la piscina de maíz donde hemos estado un rato grande antes de que nos diera el hambre-.
–Quizás alguien le haya encontrado llorando y le haya acompañado a la recepción-.
Mi cabeza va a mil por hora. Sin duda el momento más angustioso del viaje. Al cabo de unos minutos buscándole desesperadamente me detengo un instante con los ojos cerrados para intentar meterme en su mente. –Si yo fuera él, ¿dónde habría ido?– Entonces lo veo claro. Hay un avión de madera enorme justo a la entrada del parque al que se puede subir. Y allí está Salomón pilotando, con una sonrisa de oreja a oreja, volando con su imaginación por todo el universo. Se vuelve y me dice: –¡Mamá, CL215. Apagafuegos!-, continúa enfatizando su emoción. Le cojo y le abrazo como nunca, sintiéndome la madre mas afortunada del mundo por haberle encontrado sano, a salvo y feliz.
Aún con el susto en el cuerpo llegamos al hotel y le dejo la tablet hasta que cae rendido. Sé que es anti-pedagógico. He leído mucho al respecto y lo entiendo, pero realmente hoy no puedo más. Y si soy sincera, me parece exagerado lo poco que recomiendan las nuevas tecnologías para la infancia; a él le relaja y sí, también aprende. O ¿de dónde pensáis que ha sacado toda esa información sobre los aviones?
Mañana volveremos al parque toda la mañana. Hoy no nos dio tiempo a verlo todo; y por la tarde vuelta a casa, con el mismo procedimiento que el trayecto de ida, volcada en atender todas sus necesidades. Intentando anticiparme a cada posible rabieta o saturación de estímulos.
Mi sorpresa es cuando ya de nuevo en el aeropuerto, dispuestos a tomar el vuelo que nos lleva a nuestro origen, grita que no quiere volar, que él lo que quiere es ser director de orquesta. Tendría cierta gracia de no ser porque me siento tan agotada. Me flojean las fuerzas al agacharme para hablar con él, despacito y suave, hasta convencerle. Respiro profundamente y lo intento de nuevo. Saco energía de ese abrazo enrabietado. Le vuelvo a hacer cosquillas y el péndulo del reloj hasta que acepta a regañadientes volar a casa.
Ya de vuelta en el hogar pienso en lo agotador del viaje y a la vez en lo fantástico de poder haberlo hecho realidad, gracias a la evolución de la industria aeronáutica. Hoy en día contratar un vuelo está al alcance de casi todo ciudadano. Mañana pediré cita con el fisioterapeuta para que me recoloque la espalda.
Salomón está dormido. Ha disfrutado muchísimo del viaje. Ha sido toda una experiencia para él y espero que también un aprendizaje. Con este primer vuelo entre islas ha quedado vinculado para siempre al mundo de la aviación. El peligro es que seguramente le ha gustado tanto que lo querrá tomar como una de sus mejores rutinas. Mañana por la mañana espero un despertar revuelto por no empezar de nuevo la aventura, repitiendo exactamente los mismos pasos.
Salomón me ha enseñado la enorme fuerza que tengo, así como a aceptar y respetar a cada persona sin prejuzgar ni criticar a nadie. Puedo afirmar que mi vida es mejor con él.
La próxima excursión será en un ATR42. ¡Prometido! Pero eso es otra historia.
Autora: Laura Quintario
Pseudónimo: Dédalo
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Precioso el reportaje y a decir verdad, conmociona, pero para opinar hay que verlo en su totalidas.
Excelente organización para poder visitarlos
No debe ser fácil, eso seguro. Gracias por comentar, don Ramón.